«Hay peligrosas amenazas terroristas por todas partes. Existe una verdadera y simple manera para que Estados Unidos reduzca significativamente la envergadura del terrorismo en el mundo: dejar de apoyarlo y de participar en él.» (Noam Chomsky, Poder y Terror)
Debatir el terrorismo y su utilidad es un desafío humanista que consiste en una valoración ajena a la mojigatería y el extremismo. Se trata, ni más ni menos, que plantear un enfoque sobre las condiciones particulares que hacen posible la aparición del fenómeno.
Los enfrentamientos entre el mundo islámico y Occidente preceden al atentado de las Torres Gemelas, evento que ha servido a la profundización de un conflicto histórico. La abierta posición estadounidense a favor de su aliado regional Israel ha dotado en Medio Oriente de una poderoso enclave occidental capaz de avasallar las poblaciones musulmanas bajo represalias cuyo costo se traduce en miles de pérdidas humanas, justificadas como ataques a líderes o células terroristas.
Los miles de inocentes que padecen tras la incursión de cuerpos antiterroristas quiebras económicas y pérdidas humanas, entre tantos otros derechos lesionados, dejan en consecuencia subjetividades profundamente afectadas que, además, verán imposibilitada una condena judicial contra los militares devenidos asesinos. Ante semejantes crímenes que van desde la muerte a inimaginables ofensas a la dignidad humana, se fomenta la ira de los pueblos vejados por la injusticia de tanta impunidad.
Como es esperable, el reclamo de un accionar judicial contra los ejecutores de semejantes actos criminales se ve obstaculizado por el poder presión ejercido por los medios de comunicación (que ignoran, omiten o falsifican datos de sobre esta política delictiva) y de las propias potencias opresoras. Es así que se organiza un sistema de relaciones internacionales jerárquico y autoritario, contrario a los principios liberales que, en su plano teórico, fundaban un “imperio de leyes, no de hombres”. El caso del juez español Baltasar Garzón, curiosamente desplazado de su cargo como juez de la Audiencia Nacional tras investigar los crímenes sucedidos en su país durante la dictadura del general Francisco Franco, ilustra sobre el destino de quiénes se atreven a juzgar a los actos criminales de un gobierno –lo que lleva implícito la posibilidad enaltecer a las víctimas, condenar el apoyo de sus aliados occidentales y descubrir a eventuales beneficiarios privados-; si esto ocurre en España, una débil potencia europea, habría que imaginar que sucedería en un país de mayor protagonismo internacional. Reconocer errores a un proceder resulta inaceptable a una mentalidad autoritaria y triunfalista. Es muy difícil imaginar que de las sociedades de los países hegemónicos surja una iniciativa para juzgar los crímenes de guerra de sus fuerzas armadas, dado el debilitamiento del sentimiento de justicia por la propaganda/publicidad, el fortalecimiento de las empresas locales que lucran con los territorios amedrentados y por el sostén que la empresa belicista del Estado da al consumo interno.
El terrorismo resulta, más que una posibilidad de justicia, una respuesta a la ofensa por la agresión de una potencia extranjera como medio de evitar el deshonor y de evidenciar la indignación a los atropellos sufridos. Pero atendiendo a fines prácticos, resulta débil como tentativa para acabar con la influencia norteamericana en la zona: si bien es inteligente pensar en términos de una resistencia ubicua a las pretensiones neocoloniales de las grandes potencias y es necesaria la aparición de actos de resistencia imprevisibles, el terrorismo no parece un medio idóneo para combatir a las potencias occidentales, dotadas de mayor información y tecnología como para aniquilar toda amenaza de este tipo.
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