Daniel Viglietti. |
El repertorio
televisivo fue de apenas tres cancones, débilmente aplaudidas por atónitos
espectadores, muy lejano al “A desalambrar” y más proclives quizá al hit mediático
“El campo somos todos”. Incluso los desheredados, condenados al hacinamiento
y la negación. Todos somos propiedad del
campo.
Si el folklore
pretende entonces ser la abstracción del pueblo, debieran considerar los
organizadores que la pretensión de pluralidad debería afirmarse sobre un marco
más amplio que la concepción conservadora de familia, patria y (por supuesto)
propiedad. No es una asunto de problematizar y dividir (y si así lo fuese, ¿cuál es
el problema?) sino del inmenso adormecimiento del civismo en principio, y de la
solidaridad y el pensamiento prospectivo en segundo término, en tanto valores
de cohesión social. Se trata, sin más, de homenajear a los muertos que dieron
en su sangre derechos políticos y la misión de un mundo igualitario, y evitar
diluir en un episodio fragmentado y arrinconado en la historia la forzada
iniciativa de una desaparición ideológica, una equivocación romántica de impúberes.
Una muestra, acaso,
de los límites del Zeitgeist, en que acaso la revisión de los setenta no ha pasado de un caprichoso
consumo cultural.
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