miércoles, 18 de julio de 2012

La audacia de la invención política


Recuerdo de un 17 de julio no muy lejano


La política, bajo el gobierno representativo, es posibilidad y amenaza a la vez. Sin la omnipotencia de un poder absoluto, quién asuma la representación política para extender las fronteras de lo posible debe persuadir e instrumentar una serie de alianzas que viabilicen lo necesario en posible. Pero la definición de los asuntos públicos no dependerá sólo de las relaciones entre el cuerpo político y  la agenda que éste pueda pretender establecer: del mismo modo que existen las autoridades elegidas que conforman el poder político, otros poderes contemplan el sistema político y buscan influenciarlo de acuerdo a sus intereses. El pasado reciente en nuestro país demuestra como la disconformidad del poder económico y el poder militar trajo como consecuencia la irrupción de gobiernos militares e incluso el genocidio. Ello mismo es lo que hace a la política, en tanto práctica movilizante hacia el bien público y el mejoramiento moral, un ejercicio y una propuesta colectiva de riesgo.
Es así que desde el conflicto desatado por la protesta del empresariado sojero hasta la reciente asunción de la segunda presidencia de Cristina Fernández en diciembre de 2011 demuestra la potencia formidable de las grandes decisiones, aún cuando el consenso mayoritario no las comprende en su inmediatez; ello implica una apuesta ética en la toma de decisiones cuyos resultados no suelen ser previsibles. El permanente accionar de los medios masivos de comunicación y la constituida Mesa de Enlace Rural alentaron durante dos años la quiebra de autoridad del gobierno constitucional e idearon un clima de desestabilización que fue desde los cortes masivos de la ruta, el copamiento en distintas ciudades hasta el desabastecimiento.
Fue durante la discusión de la problemática resolución 125 que se pudo observar uno de los comportamientos más deshonrosos de la historia política argentina. En aquella oportunidad, cuando el poder ejecutivo nacional había llevado la norma al Congreso como propuesta para ser aprobada en forma de ley, tras la aprobación en la Cámara de Diputados y empate en el Senado, su entonces vicepresidente Julio Cobos rechazó el proyecto. Los motivos alegados fueron varios. “Hay quienes desde lo político -dijo- dicen que tengo que acompañar por la institucionalidad, el riesgo que esto implica. Mi corazón dice ora cosa y no veo que esto sea el motivo para poner en riesgo al país, la gobernabilidad, la paz social”. Estas palabras no son casuales, y Cobos parece advertir una presión corporativa sobre los legisladores que parece implicar una tensión no democrática que expresa la noción de una gran amenaza. Esto pareciera confirmarse en posteriores palabras: “La historia me juzgará no sé como, pero que esto se entienda, soy un hombre de familia como todos ustedes, y esta es mi responsabilidad en este caso”. ¿Qué implica aquí ser un hombre de familia? ¿la responsabilidad versa sobre la decisión política que está por tomar o sobre la protección de su ámbito familiar? La idea de un poder acechante, garante de la decisión final del vicepresidente, pareciera confirmarlo. Antes de señalar su voto, anuncia: “Que la historia me juzgue. Pido perdón si me equívoco. Mi voto no es positivo. Mi voto es en contra”. A continuación, el eufórico festejo de la corporación local más poderosa (el sector agroexportador, claro está) reveló, ni más ni menos, que la entrega de la política al poder económico. Y quizás, una probable esperanza de que la coalición destituyente le honrara una vez que se apropiara de la historia.
La asunción de Cristina Fernández en 2011 expone, luego de años de acciones destituyentes, la vigencia de una dirigente de una enorme fortaleza y vitalidad transformadora. Juicio a genocidas, Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, puesta en agenda de una Ley de Tierras para limitar la extranjerización son algunas de las medidas que se mencionan como conquistas y agenda de un interés público irrefutable. Esta vez, ya no hay abucheos ni la retórica golpista, sino un gobierno estable y respaldado por el 54% de la población.
La cobardía u obsecuencia del vicepresidente Julio Cobos lo dotaron de favores y altísimos reconocimientos, pero sólo por un breve período en que sirvió como pieza para debilitar al gobierno del que formaba parte. La presidenta Cristina Fernández, por el contrario, debió vencer resistencias culturales –fue la primer mujer electa en la historia- y demostrar que las convicciones sólo pueden persuadir en la resistencia que se entabla ante las grandes luchas. He aquí la paradójica suerte entre el pragmatismo de un dirigente mediocre y la visión del estadista que, desde una perspectiva singularmente exquisita, puede avizorar la calma del mar tras el rugiente oleaje.

No hay comentarios:

Publicar un comentario