Recuerdo
de un 17 de julio no muy lejano
La política,
bajo el gobierno representativo, es posibilidad y amenaza a la vez. Sin la
omnipotencia de un poder absoluto, quién
asuma la representación política para extender las fronteras de lo posible debe
persuadir e instrumentar una serie de alianzas que viabilicen lo necesario en
posible. Pero la definición de los asuntos públicos no dependerá sólo de
las relaciones entre el cuerpo político y
la agenda que éste pueda pretender establecer: del mismo modo que
existen las autoridades elegidas que conforman el poder político, otros poderes
contemplan el sistema político y buscan influenciarlo de acuerdo a sus
intereses. El pasado reciente en nuestro país demuestra como la disconformidad
del poder económico y el poder militar trajo como consecuencia la irrupción de
gobiernos militares e incluso el genocidio. Ello mismo es lo que hace a la
política, en tanto práctica movilizante hacia el bien público y el mejoramiento
moral, un ejercicio y una propuesta colectiva de riesgo.
Es así que
desde el conflicto desatado por la protesta del empresariado sojero hasta la
reciente asunción de la segunda presidencia de Cristina Fernández en diciembre
de 2011 demuestra la potencia formidable de las grandes decisiones, aún cuando
el consenso mayoritario no las comprende en su inmediatez; ello implica una
apuesta ética en la toma de decisiones cuyos resultados no suelen ser
previsibles. El permanente accionar de los medios masivos de comunicación y la
constituida Mesa de Enlace Rural alentaron durante dos años la quiebra de
autoridad del gobierno constitucional e idearon un clima de desestabilización
que fue desde los cortes masivos de la ruta, el copamiento en distintas
ciudades hasta el desabastecimiento.
Fue durante
la discusión de la problemática resolución 125 que se pudo observar uno de los
comportamientos más deshonrosos de la historia política argentina. En aquella
oportunidad, cuando el poder ejecutivo nacional había llevado la norma al
Congreso como propuesta para ser aprobada en forma de ley, tras la aprobación
en la Cámara
de Diputados y empate en el Senado, su entonces vicepresidente Julio Cobos
rechazó el proyecto. Los motivos alegados fueron varios. “Hay quienes desde lo
político -dijo- dicen que tengo que acompañar por la institucionalidad, el
riesgo que esto implica. Mi corazón dice ora cosa y no veo que esto sea el
motivo para poner en riesgo al país, la
gobernabilidad, la paz social”. Estas palabras no son casuales, y Cobos
parece advertir una presión corporativa sobre los legisladores que parece
implicar una tensión no democrática que expresa la noción de una gran amenaza.
Esto pareciera confirmarse en posteriores palabras: “La historia me juzgará no
sé como, pero que esto se entienda, soy
un hombre de familia como todos ustedes, y esta es mi responsabilidad en este
caso”. ¿Qué implica aquí ser un hombre de familia? ¿la responsabilidad
versa sobre la decisión política que está por tomar o sobre la protección de su
ámbito familiar? La idea de un poder acechante, garante de la decisión final
del vicepresidente, pareciera confirmarlo. Antes de señalar su voto, anuncia:
“Que la historia me juzgue. Pido perdón si me equívoco. Mi voto no es positivo.
Mi voto es en contra”. A continuación, el eufórico festejo de la corporación
local más poderosa (el sector agroexportador, claro está) reveló, ni más ni
menos, que la entrega de la política al
poder económico. Y quizás, una probable esperanza de que la coalición
destituyente le honrara una vez que se apropiara de la historia.
La asunción
de Cristina Fernández en 2011 expone, luego de años de acciones destituyentes, la
vigencia de una dirigente de una enorme fortaleza y vitalidad transformadora.
Juicio a genocidas, Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, puesta en
agenda de una Ley de Tierras para limitar la extranjerización son algunas de
las medidas que se mencionan como conquistas y agenda de un interés público
irrefutable. Esta vez, ya no hay abucheos ni la retórica golpista, sino un
gobierno estable y respaldado por el 54% de la población.
La cobardía u
obsecuencia del vicepresidente Julio Cobos lo dotaron de favores y altísimos
reconocimientos, pero sólo por un breve período en que sirvió como pieza para
debilitar al gobierno del que formaba parte. La presidenta Cristina Fernández,
por el contrario, debió vencer resistencias culturales –fue la primer mujer
electa en la historia- y demostrar que las convicciones sólo pueden persuadir
en la resistencia que se entabla ante las grandes luchas. He aquí la paradójica
suerte entre el pragmatismo de un dirigente mediocre y la visión del estadista
que, desde una perspectiva singularmente exquisita, puede avizorar la calma del
mar tras el rugiente oleaje.
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